Quien habla en la lengua de los mártires no solo conquista su memoria en este mundo,
sino que también erige un muro contra la maldad y pasa la antorcha de su fe a las generaciones siguientes.
Aharon Appelfeld, Historia de una vida
La Iglesia avanza hacia la Pascua y, en estos mismos días, recuerda a los misioneros mártires. La memoria de sus corazones ardientes se hace presente, puntualmente, durante el tiempo fuerte que la Liturgia nos ofrece. Por un lado, el camino de preparación para la Pascua es entonces una oportunidad para despojarnos de lo superfluo y recordar. Por otro lado, el recuerdo de los mártires. Los testigos, aquellos que vuelven a llamar a la memoria y manifiestan.
¿Qué? El amor apasionado de Dios por toda la Creación.
Un amor incansable, que nunca deja de llevar a cabo su obra: "nuevos cielos y nueva tierra".
Así lo anuncia el Profeta (Is 65, 17-19.24):
Porque yo voy a crear
cielos nuevos y una tierra nueva;
lo pasado quedará en el olvido,
no volverá a ser recordado.
18 ¡Alégrense y regocíjense para siempre!
por lo que voy a crear!
Yo voy a convertir a Jerusalén
en motivo de alegría
y a su pueblo en fuente de gozo.
19 Me regocijaré por Jerusalén
y me alegraré por mi pueblo;
no se volverán a escuchar en ella
gritos de llanto ni de dolor.
Antes de que me llamen, yo les responderé;
mientras aún estén hablando,
yo ya habré escuchado.
Celebrar el Día de los Misioneros Mártires es recordar el Amor de Dios que siempre nos precede y se manifiesta en nuestras vidas. Es así como nos descubrimos amados y podemos amar mucho, siempre, a todos.
Queridas, Olga, Lucía y Bernardita,
Gracias por su amor, reflejo del amor de Dios. Gracias por el don de su vida, hasta el final, ese 7-8 de septiembre de 2014.
Ayúdennos a recordar siempre que cada vida es un regalo lleno de nueva Luz y espera ser consagrada en cada momento, desde los más grandes hasta los más pequeños, e incluso en aquellos aparentemente triviales. Solo así sabremos acoger y manifestar el Reino.
Ayúdennos a amarnos con más intensidad, hasta el final, dentro de un sentimiento desnudo y puro; solo así sabremos permanecer junto a quienes sufren, a alguien a quien la vida se le escapa, a quienes aún levantan manos ensangrentadas.
Nuestro corazón arderá y entenderemos cómo orar, porque el Amor nos enseña todas las cosas.
Queridos ustedes, Mártires de todos los tiempos y lugares, conocidos y anónimos.
Gracias por sus corazones ardientes, que nos impulsan a no desear más que Su Presencia.
Que el Corazón del Padre sea siempre nuestro hogar y nosotros Su pueblo, confiando en Su nombre firme, alegre y creado para la alegría.
Creo que la belleza de nuestra fe reside completamente aquí:
Estar presentes, en el corazón ardiente de Dios y luego unos en otros.
Infinita-mente.
