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En el mundo, descubirendo las proprias raices

Reyna Hernandez
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17 Noviembre 2017

Una identidad que no hay que perder

Mi primera salida geográfica pero también cultural fue a los cinco años, cuando comencé la escuela fuera de mi comunidad originaria de Santa Cruz.

Observando la gente, veía que teníamos algunas cosas en común pero nuestro modo de ver la vida y de vivirla era muy diferentes.

Cuando entré con las Misioneras Xaverianas, el padre Achilles Figini, Xaveriano, dijo a las hermanas: "¡Les exhorto, no le quiten su identidad!". En aquel momento no entendí bien que quería decir eso. En los primeros años de formación, me sentía fuera de mi mundo, tenía dificultad de entender las cosas abstractas; aun hablando castellano, mi razonamiento y mi corazón era de persona indígena náhuatl.

Fue sobre todo cuando fui a Italia, mi primera gran salida, que me di cuenta que llevaba conmigo todo un mundo diferente. La gente, especialmente los jóvenes, al preguntarme sobre cómo piensa, habla, vive mi pueblo de origen, me llevó a escrutar la cultura que llevaba en mí.

Al inicio me sentía incomoda y me di cuenta que era por los prejuicios que también cargaba desde pequeña. Pero muy pronto empecé a descubrir la riqueza de nuestra cultura mexicana. Según datos oficiales, México cuenta aún con 68 grupos étnicos y 364 variantes lingüísticos, todos ellos han sobrevivido después de la llegada de los españoles a los inicios del 1500. Me di cuenta que éramos herederos de una cultura extraordinariamente bella, rica y de una fuerte y profunda espiritualidad, y quería decirle a mi gente, particularmente a los jóvenes: "No se dejen engañar por los prejuicios del que se cree superior. La idea de que lo nuestro no sirve, que somos ignorantes e incapaces de grandes cosas es fruto de los prejuicios de superioridad. No se dejen robar fácilmente el tesoro que llevan dentro y que es herencia de nuestros ancestros, abuelo/as”.

La lengua, expresión de un mundo

reina1Profundizando mi lengua, caí en la cuenta que las palabras son compuestas y tienen su significado muy interesante. Por ejemplo, para decir “alégrate” en náhuatl, se dice “xiyolpaki”. El centro de esta palabra es el término “yol” y su raíz está en el “yollotl” que significa “corazón, interior”; “paki” viene de “pakilistli” que quiere decir “alegría, gozo”; el “xi” hace que toda la palabra se convierta en imperativo. En náhuatl significa literalmente: “que tu corazón se alegre”. El corazón en el mundo indígena es el centro de la persona, su ser.

En México usamos mucho el “diminutivo”: Pedrito, Manuelito, y se interpreta como una expresión afectuosa y es criticado también el uso como algo exagerado. Es verdad, el mexicano ama los tonos afectivos, pero para él, el final “ito/a” no significa solo un diminutivo afectuoso. Él lleva en la sangre la herencia Nahua, donde expresa más bien honor, reverencia, respeto, cortesía y afecto. La virgen de Guadalupe, en el 1531, llamó a Juan Diego “Juanito, el más pequeño de mis hijos”, precisamente porque es digno de ser amado. Usando el lenguaje de los Nahua: por una parte expresa confianza, familiaridad con palabras extremadamente afectuosas, porque se trata de un encuentro y dialogo entre Madre y un hijo; por otro lado, Ella usó palabras de respeto y de reverencia. Juan Diego entendió de inmediato y se sintió cómodo, así que también él se dispuso a corresponder de la misma manera, llamando a la Virgen “mi pequeña amada Señora”. Es una expresión propia de un corazón y mente indígena.

Respeto por el mundo

El mexicano ha heredado esta mentalidad de profundo respeto y de reverencia hacia la persona, los animales, las cosas, hacia Dios. Por ejemplo, al nacer un niño, hace un rito que se llama “pilkisa” (el hijo que sale/nace), al cual participan los familiares, los vecinos y otras personas que visitaron a la mamá y al recién nacido. Con este rito se purifica la mamá, el niño y la tierra; el niño es introducido a la vida y se espera que crezca sano y sin peligros. Se pide a la tierra de acoger la placenta del niño. En el terreno entorno a la casa se sepulta todo, se coloca encima una piedra y quedará como un espacio de respeto.

También para los japoneses todo es digno de reverencia y es necesario siempre tratar bien y con respeto a las personas, animales, cosas. Me sorprendió una vez nuestra hermana Eguchi-san cuando agradeció con un “¡Arigatou!” (gracias) al microonda cuando este aparato hizo “pit, pit, pit” dando señal que había terminado de calentar el alimento que había puesto dentro. Su “gracias” no era para aquel pedazo de metal en sí, sino por el servicio que le había hecho.

Comunión entre los vivos y difuntos

Antes de conocer el cristianismo los pueblos Nahua ya creían que la vida no terminaba con la muerte: la persona difunta va al “séptimo cielo”, después de haber atravesado varias pruebas, un camino difícil. Por ello, en el ataúd colocan algunos símbolos, como la cuerda, alimento duradero, agua, que le servirá en las dificultades y serán de ayuda para llegar al mundo de la vida, allá donde hay flores y canto.

Durante la fiesta de los muertos, que dura un mes, las familias construyen en el altar domestico un arco y lo cubren con flores de cempoalxochitl. Este arco es como la puerta de comunicación, de comunión con el más allá. En el momento de tomar y compartir los alimentos, quien es autoridad de la casa, puede ser el papá, la mamá o los abuelos, inciensan el arco, las personas ahí presentes y los alimentos; invita a los difuntos a acercarse y compartir la ofrenda. Se cree que si en la familia hay malestares, los difuntos no se acercan con alegría. La gente sabe por experiencia que es algo desagradable para una visita cuando llega en una familia donde no hay armonía. Desde el punto de vista cristiano qué mejor ocasión para proponer caminos de reconciliación.

La espiritualidad de los pueblos originarios

En la literatura de los aztecas o mexicas encontramos proverbios y bellísimos poemas donde expresan la sabiduría y su relación con la divinidad. Se dirigen a Aquél por quien se vive, que da aliento y vida, que es creador del hombre, que propaga su luz. Escritos donde muestran su dignidad, la felicidad, la fortaleza, el trabajo, las virtudes, toda la herencia de sus padres y madres: las flores, el canto, la danza, los tambores, las flautas, la belleza, el gozo de las creaturas y de la creación que revela la vida en plenitud. Nuestros pueblos originarios siguen teniendo aquella delicada sensibilidad hacia la trascendencia que, desafortunadamente, está fuertemente amenazada por el mundo de hoy.

Reyna Hernández  es una misionera xaveriana mexicana, que pertenece al pueblo Nahua de la huasteca hidalguense, ella progresivamente ha ido comprendiendo el valor de su cultura indígena mientras la misión la llevó primero en Italia, después en Japón y ahora de nuevo en México.